Caminaba por una calle larga y triste, sorteando cavidades y charcos dejados por la llovizna persistente, monótona, obstinadamente repetitiva y molesta; cuando le vi, detrás de mí, no esquivaba el agua, no detenía el paso lento pero seguro, ni siquiera miraba a un lado y al otro. Era un ser alto y delgado, de riguroso negro con sombrero ancho y oscuro, como sus ojos, que más que ojos eran concavidades profundas y desoladoras, intrigantes y misteriosas. Se diría que sabía a donde iba, lo denunciaba la decisión de sus pasos y la mirada fija al frente, siempre detrás de mí. Torcí la siguiente calle a la derecha aunque no fuera mi camino y él hizo lo mismo. Comencé a preocuparme y decidí torcer la siguiente a la izquierda para ver si me seguía o continuaba su camino hacia otro lugar que no fuera mi espalda, pero hizo lo mismo, siguió mis pasos sin detenerse, fue entonces cuando me volví nuevamente a mirarle, la calle estaba desierta, un manto oscuro se aliaba con la noche y lo cubría todo de sombras. Cuando le mire por segunda vez, un escalofrío me recorrió la espalda, su aspecto me horrorizó, era tan oscuro como una sombra indefinida, me pareció ver dos destellos que partían de sus ojos y una leve apertura de sus labios semejó una sonrisa que más bien parecía una mueca, dejando entrever sus dientes manchados de sangre. Aceleré el paso con el miedo creciendo en mi cuerpo, quise correr pero no pude, hubiera querido chillar pidiendo ayuda pero no salió ningún sonido de mi garganta. Torcí nuevamente a la derecha y esta vez, él siguió recto, continuo y hermético, envuelto en sus sombras, llevándose mis temores e inquietudes. Me detuve y lo vi alejarse, como la sombra que era, perdiéndose en la lejanía.
Si era quién yo me figuro, no venía a por mí, al menos esta vez.
Si era quién yo me figuro, no venía a por mí, al menos esta vez.