26.5.08

EL LIMPIABOTAS


Solía acudir los Sábados y Domingos por la tarde, al bar en el que nos reuníamos un grupo de amigos, pasábamos unas horas juntos, algunos jugaban juegos de mesa y otros platicábamos sobre diversos temas mientras tomábamos café o algún trago. Él aparecía con su caja colgada de la mano, con la vestimenta de color impreciso, tintada de mil betunes, formando una homogeneidad de color con muchos matices confundidos, la sonrisa eterna en su boca destapando las melladuras y las bondades de su corazón, con la mirada suplicando que le pidiéramos sus servicios.
Siempre he sentido desagrado al ver a otro semejante agachado a mis pies, lo consideraba y lo considero humillante, pero no era su caso. Él tenía un lenguaje fluido de persona cultivada y maltratada por la vida, con una filosofía envidiable, poseedor de grandes vivencias en su mente que él nunca contaba pero dejaba entrever, se adivinaba. Nos limpiaba los zapatos con elegancia, también nos limpió algo el alma con sus dichos y su personalidad que guardaba y escondía.
Solía decir que en su juventud se alimentaba de ilusiones, después, un poco más mayor, se alimentó de esperanzas y luego más tarde, con lo que pudo que fue más bien poco.
También nos contó que en un tiempo, le nombró el Rey, zapatero mayor del reino y que le encargaron encontrar el pie que acoplara perfectamente en el zapatito de cristal perdido por una niña, en las escalinatas de palacio a las doce de una noche. Pero una vez cumplido a la perfección su cometido, fue despedido sin ninguna explicación al paro de por vida.
Mezclaba las fantasías con las realidades o quizá sus realidades eran fantasías, lo cierto es que había muchas incógnitas en su pasado. Cuando le preguntabas, él respondía con evasivas, suposiciones, con medias verdades mezcladas con medias mentiras, como si muchas cosas no las recordara o no las quisiera recordar.
Solíamos preguntarle.
--¿Cómo es que trabajas los Domingos, Emilio?
--¡No hay más remedio, es mucho lo que se necesita para mantener a la familia!
Continuaba.
--Así nos ha dejado la guerra, de esta guisa, de esta forma de fatal apariencia, con negrura por todas partes, hasta por dentro, parecemos más viejos de lo que somos pero en realidad, somos mucho más viejos de lo que aparentamos.
Era un gran entendido y aficionado a los toros, solía decir que el lance más bonito de la fiesta era la larga farolada, de rodillas ante el toril, entes de que salga el toro, por su plasticidad, por su valor, por su peligro, por la belleza del capote revoloteando contra el viento antes de la embestida del bicho; la segunda ya no lo es tanto, ha pasado la tensión de la espera, aún con peligro latente, ya se han descompuesto el toro y el torero.
Hacía mucho tiempo que no veía una corrida, no podía permitírselo. Decidimos entre todos comprarle una entrada y cuando se la entregamos, nos pareció ver alguna lágrima deslizarse por su cara y que él apartó con disimulo.
Un día no acudió a la cita, pasado algún tiempo supimos que no vendría más, no sabíamos sus apellidos, solo su nombre que era Emilio. Tubo esa muerte anónima que solo tienen los pájaros, sin alboroto, sin ruido, sin que casi nadie se enterara.
Muchos os preguntareis el por qué escribo sobre este personaje de escaso valor en apariencia, no lo sé, pero lo que si se, es que estoy contento de que siempre ocupe un rincón en mi memoria.

23.5.08

EL OBJETO MISTERIOSO


En la calle donde vivía, había una relojería antigua. El relojero era un anciano, un hombre viejo y extraño, retraído y misterioso, su mirada daba miedo a Elisa Ruano Berruezo que la evitaba al pasar por la puerta. Esta sensación no era justa pues no había hablada nunca con él, pero la sensación era palpable, era como una defensa intuitiva ante algún hipotético peligro que viniera por parte de él, sin saber por qué ni cómo.
Elisa Ruano Berruezo era una muchacha de catorce años, tímida y apacible, con muchas fantasías en la mente y muchas ilusiones en el alma, con una cuidada atención a su educación, habían conseguido unos principios morales sólidos que auspiciaban una futura responsabilidad y una escala de valores muy aceptables. Poseía la belleza de la juventud y la fragilidad de la inocencia que a su edad, comenzaba a surgir jirones y grietas inevitables.
Un día, como siempre que pasaba por delante de la relojería, bajaba la mirada al suelo y se le aceleraba el corazón, vio al hombre viejo en la puerta, estático, que la miraba fijamente, diríase que la estaba esperando, ella más que verlo lo presentía, pero no levantó la mirada aun sabiendo que estaba allí. En ese mismo instante, al pasar por su lado, la llamó por su nombre, ¿Cómo sabía su nombre? ¿Quién se lo había dicho si nunca cruzó una palabra con él? Se paró y le miró a los ojos, descubrió que ya no eran tan temerosos como antes, más bien percibió una cierta bondad que despedía su mirada, su voz también era cálida y una sonrisa amplia y serena apareció en su rostro dulcificándolo todo.
--Quiero hablar contigo Elisa, tengo una cosa para ti.
--¿Qué es lo que me va a dar? Contestó Elisa Ruano Berruezo intrigada.
--Es una cosa que durante muchos años he guardado, esperando y buscando el momento y la persona adecuada para realizar el relevo y esa persona eres tú y ese momento es ahora.
--¿Pero por qué yo? ¿Por qué ahora?
--Vengo observándote mucho tiempo y he llegado a la conclusión de que eres la persona idónea, por tu valía, por tu honestidad y tu juventud, Se que se acerca mi fin y no puedo consentir que lo que te voy a dar, caiga en otras manos no merecedoras de poseerlo.
--Pero ¿Qué es?
--Pasa dentro, no es aconsejable dártelo en la calle pues nadie debe saberlo, ni que yo te lo he dado, ni de que se trata.
Elisa Ruano Berruezo entró tras el anciano y en medio de la relojería se quedó quieta, expectante.
El anciano relojero se dirigió a la caja fuerte que tenía disimulada en un rincón y sacó un objeto no muy grande, no muy pesado, no muy llamativo. Era una caja de madera sencilla y alargando las dos manos con la caja entre ellas, se la dio a la niña con mucha solemnidad. Ella al recibir en sus manos el objeto, llena de curiosidad quiso abrirlo pero el viejo se lo impidió diciéndole.
--Antes de que lo veas, quiero explicarte algunas cosas relativas a el objeto, lo debes cuidar con esmero, no consientas que nadie lo toque y si es posible, que nadie lo vea y por encima de todo, no reveles el misterio que guarda en su interior y que luego te contare.
--Confieso que estoy asustada, comentó la niña.
-- Puedes abrirlo ya.
Elisa llena de emoción abrió la caja y en su interior había un reloj de sobremesa, era bonito pero preguntó al instante.
--¿Dónde está el misterio? ¿Dónde está el secreto?
El anciano indicó a la niña que se sentara para escuchar todo más cómodamente.
Comenzó por decirle que él lo recibió a la misma edad que ella, con catorce años, se lo dio un carbonero que vivía en su pueblo y que le conocía bien, le explicó todo el secreto que encierra, como él se lo iba a explicar ahora.
--Este reloj tiene el poder de adelantar el tiempo, siempre que muevas las manecillas adelante, el tiempo pasará rápidamente adecuándose a la hora, al día y al año que tú hayas adelantado, pero no puedes ni debes hacerlo hacia atrás, pues eso sería el fin, tanto del tiempo como del mundo, el pasado es un tiempo vivido y consumido, una etapa vencida, todo el pasado está contenido en el recuerdo y en el olvido de las gentes que lo vivieron y eso no se puede resucitar.
Elisa Ruano Berruezo atrajo el reloj hacia su pecho y solo supo decir, turbada como estaba.
--Muchas gracias.
Se lo llevó a su habitación y lo escondió entre las ropas. Así lo tuvo varios días, pensando en todo lo que le había dicho el relojero anciano y cuando se enteró de que había muerto, un estremecimiento frío recorrió su cuerpo. Era ella sola la propietaria del secreto, nadie más sabía el poder del reloj al haber faltado el anciano y esta circunstancia la llenó de responsabilidad y de temor.
Pasado un año, decidió sacar el reloj de su escondite y probar su poder, comprobar si era cierto todo lo que el viejo le dijo, solo lo sabría si tenía el valor de adelantar unas horas las manecillas y esperar los resultados. Con el corazón palpitando desbocado y la sangre apretándole las sienes, a las seis de la tarde adelantó seis horas las manecillas y al instante, se hizo de noche, el sol había desaparecido y la penumbra de la noche se había hecho dueña de todo. Su familia lo vio como normal, no se percataron del súbito cambio y todos siguieron como si nada hubiera ocurrido.
Elisa se dio cuenta de que el mundo estaba en sus manos, de que tenía el poder de adelantar el tiempo a su antojo y el peligro de destruirlo todo si lo hacía retroceder.
Pasaron las horas, le producía tal impresión la responsabilidad, que se sumergió en un estado de abatimiento, se sentía desfallecer a cada instante y se tumbó en la cama, comenzó a controlar las emociones y poco a poco se fue durmiendo.
La despertó sobresaltada un sonido penetrante y continuo, pudo a duras penas recobrar la conciencia del momento y del lugar, era el despertador que sonaba anunciando la hora de levantarse, lo apagó, comprendió que este reloj era el protagonista de esta historia vivida, se arregló para acudir a sus obligaciones y al salir a la calle, al pasar por delante de la relojería, vio al viejo relojero en la puerta de su establecimiento y le saludó con la mano y con una cariñosa sonrisa.

22.5.08

ENTRE LA ESCRITURA


Cuando me voy a la cama para dormir, siempre leo un rato, me encanta leer unos minutos, unas cuantas páginas, hasta que el sueño me vence. En algunas ocasiones, se amontonan las líneas y pierdo el significado de lo leído, sigo leyendo con el pensamiento sin comprender nada y hasta pierdo la noción de todo. Pero introducirme en el libro (como me pasó la otra noche) no me había pasado nunca. Nada más entrar entre sus páginas, comencé a caminar entre sus líneas que eran calles, con sus edificios que eran palabras, pero tenía todo aquello una peculiaridad, era una ciudad fantasma, no había ninguna persona por allí.
Caminé por sus calles y travesías, llegue a sus plazas y callejones sin cruzarme con persona alguna. Visité sus jardines llenos de flores y signos, recorrí sus avenidas largas y amplias, repletas de significados y metáforas. Me detuve a descansar sobre un punto y coma y pase por debajo de muchos acentos, traspasé portales formados por admiraciones e intente introducirme entre varios flancos de interrogaciones sin responder a sus preguntas.
Al final de una gran avenida, desembocaba esta en una gran plaza-jardín repleta de versos hermosos, los espectadores de aquel concierto, eran multitud de palabras esperando su ocasión, las licencias métricas estaban muy atentas al comportamiento de las rimas, vigilando el número exacto de sílabas en cada verso, vi por allí sentada a la diéresis tratando de separar los diptongos en dos sílabas diferentes. Por el contrario, estaba la sinalefa tratando de unir la última silaba con la primera silaba de la palabra siguiente para formar una sola, si la ocasión lo requería.
Después del concierto de versos, me retiré buscando algún punto y coma o dos puntos para descansar y tropecé con algún que otro oxímoron despistado e incoherente pero jactancioso. Al torcer una esquina, me rodearon varios opúsculos que en conversación animada, cada cual, exponía sus razones en explicaciones breves y convincentes.
Cansado, me retiré buscando la salida que se había convertido en un laberinto dificultándome su ubicación. Entonces fue cuando empecé a encontrarme con los artículos, solitarios, sin los nombres comunes, (el, la, lo) se les notaba que buscaban a alguien que les era necesario. A continuación iban los adjetivos calificativos, orgullosos ellos, (espléndido, maravilloso, bello, valioso), algún grupo cabizbajo (triste, pesaroso, absurdo, desgraciado) detrás, los pronombres personales, militarmente, con poderío (yo, tú, nosotros ellos) y como si fuera una procesión, siguiéndoles, las preposiciones propias, sonoras, insultantes (ante, bajo, cabe, con contra, de, desde).
Cuando todos ellos pasaron, a cierta distancia, venían sin mucha prisa los adverbios de lugar, siempre con su misión informativa, como bedeles o guías turísticos (aquí, allí, ahí). Con ellos, los demostrativos, un poco acusadores (este, ese, aquel) y las contracciones con su tic nervioso (al, del) y cerrando el grupo, las conjunciones copulativas siempre alegres y dicharacheras (y, e, ni, que).
De repente salieron de todas partes, muchas letras y vocales que aún siendo estas solo cinco, se multiplicaban sin parar, para combinarse de forma asombrosa con las consonantes en sus lugares exactos, para convertirse en palabras y estas juntándose a la vez, unas con otras, en riguroso orden, expresaban pensamientos, ideas, historias reales y fantásticas, deseos y anhelos, de forma tal, que cuando encontré la salida de aquel laberinto, lo hice con el deseo de volver muy pronto y en muchas ocasiones.