Cuando me voy a la cama para dormir, siempre leo un rato, me encanta leer unos minutos, unas cuantas páginas, hasta que el sueño me vence. En algunas ocasiones, se amontonan las líneas y pierdo el significado de lo leído, sigo leyendo con el pensamiento sin comprender nada y hasta pierdo la noción de todo. Pero introducirme en el libro (como me pasó la otra noche) no me había pasado nunca. Nada más entrar entre sus páginas, comencé a caminar entre sus líneas que eran calles, con sus edificios que eran palabras, pero tenía todo aquello una peculiaridad, era una ciudad fantasma, no había ninguna persona por allí.
Caminé por sus calles y travesías, llegue a sus plazas y callejones sin cruzarme con persona alguna. Visité sus jardines llenos de flores y signos, recorrí sus avenidas largas y amplias, repletas de significados y metáforas. Me detuve a descansar sobre un punto y coma y pase por debajo de muchos acentos, traspasé portales formados por admiraciones e intente introducirme entre varios flancos de interrogaciones sin responder a sus preguntas.
Al final de una gran avenida, desembocaba esta en una gran plaza-jardín repleta de versos hermosos, los espectadores de aquel concierto, eran multitud de palabras esperando su ocasión, las licencias métricas estaban muy atentas al comportamiento de las rimas, vigilando el número exacto de sílabas en cada verso, vi por allí sentada a la diéresis tratando de separar los diptongos en dos sílabas diferentes. Por el contrario, estaba la sinalefa tratando de unir la última silaba con la primera silaba de la palabra siguiente para formar una sola, si la ocasión lo requería.
Después del concierto de versos, me retiré buscando algún punto y coma o dos puntos para descansar y tropecé con algún que otro oxímoron despistado e incoherente pero jactancioso. Al torcer una esquina, me rodearon varios opúsculos que en conversación animada, cada cual, exponía sus razones en explicaciones breves y convincentes.
Cansado, me retiré buscando la salida que se había convertido en un laberinto dificultándome su ubicación. Entonces fue cuando empecé a encontrarme con los artículos, solitarios, sin los nombres comunes, (el, la, lo) se les notaba que buscaban a alguien que les era necesario. A continuación iban los adjetivos calificativos, orgullosos ellos, (espléndido, maravilloso, bello, valioso), algún grupo cabizbajo (triste, pesaroso, absurdo, desgraciado) detrás, los pronombres personales, militarmente, con poderío (yo, tú, nosotros ellos) y como si fuera una procesión, siguiéndoles, las preposiciones propias, sonoras, insultantes (ante, bajo, cabe, con contra, de, desde).
Cuando todos ellos pasaron, a cierta distancia, venían sin mucha prisa los adverbios de lugar, siempre con su misión informativa, como bedeles o guías turísticos (aquí, allí, ahí). Con ellos, los demostrativos, un poco acusadores (este, ese, aquel) y las contracciones con su tic nervioso (al, del) y cerrando el grupo, las conjunciones copulativas siempre alegres y dicharacheras (y, e, ni, que).
De repente salieron de todas partes, muchas letras y vocales que aún siendo estas solo cinco, se multiplicaban sin parar, para combinarse de forma asombrosa con las consonantes en sus lugares exactos, para convertirse en palabras y estas juntándose a la vez, unas con otras, en riguroso orden, expresaban pensamientos, ideas, historias reales y fantásticas, deseos y anhelos, de forma tal, que cuando encontré la salida de aquel laberinto, lo hice con el deseo de volver muy pronto y en muchas ocasiones.
Caminé por sus calles y travesías, llegue a sus plazas y callejones sin cruzarme con persona alguna. Visité sus jardines llenos de flores y signos, recorrí sus avenidas largas y amplias, repletas de significados y metáforas. Me detuve a descansar sobre un punto y coma y pase por debajo de muchos acentos, traspasé portales formados por admiraciones e intente introducirme entre varios flancos de interrogaciones sin responder a sus preguntas.
Al final de una gran avenida, desembocaba esta en una gran plaza-jardín repleta de versos hermosos, los espectadores de aquel concierto, eran multitud de palabras esperando su ocasión, las licencias métricas estaban muy atentas al comportamiento de las rimas, vigilando el número exacto de sílabas en cada verso, vi por allí sentada a la diéresis tratando de separar los diptongos en dos sílabas diferentes. Por el contrario, estaba la sinalefa tratando de unir la última silaba con la primera silaba de la palabra siguiente para formar una sola, si la ocasión lo requería.
Después del concierto de versos, me retiré buscando algún punto y coma o dos puntos para descansar y tropecé con algún que otro oxímoron despistado e incoherente pero jactancioso. Al torcer una esquina, me rodearon varios opúsculos que en conversación animada, cada cual, exponía sus razones en explicaciones breves y convincentes.
Cansado, me retiré buscando la salida que se había convertido en un laberinto dificultándome su ubicación. Entonces fue cuando empecé a encontrarme con los artículos, solitarios, sin los nombres comunes, (el, la, lo) se les notaba que buscaban a alguien que les era necesario. A continuación iban los adjetivos calificativos, orgullosos ellos, (espléndido, maravilloso, bello, valioso), algún grupo cabizbajo (triste, pesaroso, absurdo, desgraciado) detrás, los pronombres personales, militarmente, con poderío (yo, tú, nosotros ellos) y como si fuera una procesión, siguiéndoles, las preposiciones propias, sonoras, insultantes (ante, bajo, cabe, con contra, de, desde).
Cuando todos ellos pasaron, a cierta distancia, venían sin mucha prisa los adverbios de lugar, siempre con su misión informativa, como bedeles o guías turísticos (aquí, allí, ahí). Con ellos, los demostrativos, un poco acusadores (este, ese, aquel) y las contracciones con su tic nervioso (al, del) y cerrando el grupo, las conjunciones copulativas siempre alegres y dicharacheras (y, e, ni, que).
De repente salieron de todas partes, muchas letras y vocales que aún siendo estas solo cinco, se multiplicaban sin parar, para combinarse de forma asombrosa con las consonantes en sus lugares exactos, para convertirse en palabras y estas juntándose a la vez, unas con otras, en riguroso orden, expresaban pensamientos, ideas, historias reales y fantásticas, deseos y anhelos, de forma tal, que cuando encontré la salida de aquel laberinto, lo hice con el deseo de volver muy pronto y en muchas ocasiones.
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