Divisé su figura recortada en la claridad de la tarde, que se difuminaba por momentos, en lo más alto del puente, quieto cual estatua resignada a su perpetuidad, alto, siniestro, enjuto, con su interior y exterior tristes como su sombra. No miraba a nadie ni a nada, la mirada perdida en la lejanía de su infinito, el abrigo largo y ancho de otro cuerpo que no era el suyo, el sombrero gastado de muchas intemperies, de muchos vientos y muchas soledades.
Viéndole quieto sobre el puente de herrumbrosos hierros, con la mirada perdida en misteriosas divagaciones, podría pensarse que era capaz de saltar a las profundas aguas del arremolinado río. ¿Por qué podría hacerlo? era como un presentimiento que me invadía y amordazaba mi alma.
Le había visto otras veces, por los alrededores, con su figura estirada, sus ropas pardas, con sus ojos profundos y claros, en su contraste de luz y sombra como una contradicción. Una vez mostró su sonrisa a un niño que jugaba con una pelota y su rostro cambió de matices, donde había oscuridades, hubo luces, donde tristezas, alegrías, la figura encorvada se estiró con altanería y pareció más alto, más esbelto, se diría que podía haber sido feliz en alguna ocasión, pero no supe si podría serlo en el futuro.
Estuve un tiempo mirándolo, hasta que de improviso, con un salto felino, se llevó mis cavilaciones y sus tristezas hacia el abismo.
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